sábado, 8 de junio de 2013

La oscuridad, escenario de nuestra presencia


Un poeta, buscando la respuesta a ¿qué es la poesía?, escribió: Pero la noche existe/y la palabra lo sabe. Juan de la Cruz, otro poeta, entra en esa noche, no para saberla en palabras, sino para despojarla: ‘Entreme donde no supe’. Para vivir la noche como un acontecimiento único: ‘en una noche oscura/salí sin ser notada/estando ya mi casa sosegada…

La noche es el gran suceso ‘iniciatorio’[1], cuando no se la desvirtúa y se respeta su silencio y el ‘contacto’, callado o ‘presentido’, con realidades que nos rondan. Y cuando la noche es metáfora-en una noche oscura-, se convierte en nuestros místicos en la noche de Dios, siguiendo el sublime prototipo de la Sabiduría 18, 14: ‘Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera…’. No se ve, no porque lo impidan las tinieblas, sino porque nuestros ojos son inadecuados para ¡tanta luz, que ciega!  Hacer de la oscuridad otra forma de luz es lo que nos pide la carta a los Hebreos: ‘crean como si vieran’ (Hb 11,27 ). Es maravilloso saber que ‘donde muere el razonamiento, nace el acontecimiento’. Estar presentes en esa presencia oscura es nuestro destino y el ámbito de nuestra seguridad ya que la oscuridad de Dios es más clara que lo más claro de los hombres. La fe, varilla palpadora del ciego, al pasar, va ‘tanteando’ la oscuridad y el paisaje que esconde; investiga el espacio.

La dimensión ‘profunda’ de todo es Dios. Y ‘en todo’ abre caminos que invitan a la inmersión en su misterio: ‘venid y lo veréis’. Y, cuando la persona de fe atraviesa el espejo-como la Alicia narrada en el cuento- también se esconde, justo cuando asiente con lo del ‘otro lado’ del espejo. Lo certifica Pablo (Col 3,3: kékryptai ). La persona de fe se esconde, incluso a su propia mirada.

Un iceberg es toda persona que sale de la profundidad de Dios. Sus raíces son la insondable soledad de Dios y la recóndita soledad de sí mismo. Y, cuando ambos se encuentran nace ese misteriosamente bello acontecimiento, que es ‘orar’, ‘donde nadie parecía’. La fe y el ahora se refieren mutuamente. Y rompen las distancias. ¿Acaso también las referencias? ¿O acaso todo es referencia? Meister Eckhard (dominico, 1260-1327) preguntado: -‘Maestro, ¿Cuándo muera a dónde irá?’ –‘A ninguna parte’-respondió. Respuesta equívoca válida para un ateo, que afirma que ‘Dios no existe…’. Y digna de un místico que afirma que ‘Dios está en todas partes’.

Y, dentro de ese silencio, parte fundamental de la vida interior, es preciso aprender a vivir dejándose educar en el lenguaje silencioso de Dios, sin ruido de palabras. La ‘receta’ es estar muy quieto por dentro’. El orante hace de esa escucha, aparentemente  inútil, un ejercicio permanente de subsistencia (Ha 2,4; Rm 1,17).

Uno de trapenses y no es chiste. “Lo digo de verdad-replicó el prior muy serio- La parte física de nuestra vida no es la más dura. La gente nos ve trabajar como esclavos oye decir que durante la mayor parte del año observamos el ayuno negro, que nunca nos levantamos después de las dos de la mañana y con todo eso se quedan espantados. Pero esa no es la parte difícil de la vida trapense. Eso no es nada comparado con la permanente disciplina  de alma que se nos exige. Cuando el cuerpo, los sentidos y el alma de un hombre están abrumados, fatigados mortalmente cuando día tras día camina a la luz de la fe, que a veces se debilita hasta oscurecerse, entonces es cuando el trapense encuentra difícil su vocación. Entonces tiene que ponerse a la altura de su máxima virilidad cristiana y caminar adelante a través de la oscuridad que se cierra sobre él. Tiene que seguir adelante sin temor ni vacilación, sin contar siquiera con la luz de una estrella que le guíe. Ese es el verdadero desafío de la vida trapense: la exigencia de una fe ardiente”[2].

La dificultad de la fe no es aceptar ‘verdades abstractas’; es, ante todo, saber permanecer conectados con una presencia que no se ve ni se oye pero que nos afecta. Vienen bien los versos:

                        "¡Lo viste!
                         - Sí, ¡lo veo!
                        ¡Me pusiste el vendaje
  de la fe, con tu prisa, bien mal puesto![3].

Y es que la fe no es ceguera; es otra manera de ver y el ámbito de nuestra presencia: la silenciosa, la escondida.

La mayoría habla de: ‘La forma en que educamos’; otros proclaman: ‘Eduquemos de otro modo’, y otros, rompiendo la barrera del sonido, insinúan: ‘Eduquemos sin modos ni maneras’. No es la anarquía; es la educación para ‘tocar’, para ‘dejarse tocar’ por el misterio; para ‘ver’ sin modo ni manera-dice Juan de la Cruz.

Como compensación a nuestra posible frustración, aunque leve regalo, regalo un Haiku[4] japonés; es un poemita, que atrapa el ‘instante’. Y el instante es una contracultura.

Lástima que el envase, aún es cultura; pero, esperad a que el envase se quiebre y libere su verdad. ¡Será el instante! Esa formulación de la contracultura del ser  y estar frente al tener y hacer:

‘Una gotera.
Suena el trueno en la casa;
arde una vela’.

Si uno pudiese repetir lo de una mística de la calle, que escribió en su diario lo que le habían dicho que dijera:

“Me gusta que sepas reconocerme
y decir con los ojos vendados: ¡es El!”.
(Gabriela Bossis)


Nicolás de Ma. Caballero, cmf.




[1] En las culturas religiosas, iniciatorio, iniciación, iniciático, no tiene solamente el sentido de ‘comenzar’, de ‘empezar’ algo, sino, sobre todo de ‘comenzar a tocar como de cerca, el misterio’.
[2] M. Raymon, Incienso quemado, Studium, Madrid, 1959, 120.
[3] Juan Ramón Jiménez.
[4] Composición poética japonesa de diecisiete sílabas consistente en tres unidades métricas de 5 - 7 - 5 sílabas.

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