"Recuerdo que me habéis escrito que sufríais cuando
tratabais de mantener vuestra atención. Esto es lo que sucede cuando sólo
trabajáis con la cabeza; pero si descendéis al corazón, no tendréis ninguna
dificultad. Vuestra cabeza se vaciará y vuestros pensamientos callarán. (...)
No seáis perezosos, descended. En el corazón es donde se encuentra la vida,
allí es donde debéis vivir. No imaginéis que se trata de algo que es referido a
personas perfectas. No, ello concierne a todos los que han comenzado a buscar
al Señor"[1].
Entra
dentro de ti, donde Dios te espera… Lo cité en mi artículo anterior; aquí lo
localizo como un maravilloso texto conciliar (GS 14). Aunque la cosa es
‘vieja’, que Teófano el Recluso ya se nota preocupado por solucionar esta
avería del hombre, que no encuentra el propio corazón:
"No
hay actividad externa, por buena o religiosa que sea, que no arrastre con ella
el peligro de la disipación, de la pérdida de Dios, a menos que nos mantengamos muy en guardia. A menos que nos
mantengamos muy advertidos, podemos caer en usar la religión como un medio de
escapar a la realidad de Dios. En el fondo sabemos que donde Dios nos aguarda
es en la soledad de nuestro propio corazón... (...)… tarde o temprano, hemos de
enfrentar la realidad de Dios dentro de nosotros mismos..."[2].
Siéntate
cómodamente.
Respeta
las leyes de tu anatomía y de tu fisiología; que no haya violencia en tu postura.
Construye
tu presencia humana
Construir
la propia presencia significa imprescindiblemente dos cosas: darse cuenta, estar presente -combatir
la ‘ausencia’-, y estar abierto -combatir
estar ‘obstruido’, egocentrado-. Despiertos
y abiertos fundamentan el
acontecimiento de ser persona y de serlo en la presencia de Dios desde el ámbito
de un corazón que acoge. En definitiva, quien nos realiza es el corazón, ojo
del huracán que define nuestra quietud y nuestra dinámica. Se parece algo a la
‘sabiduría’ bíblica que, sin salir de sí misma, todo lo mueve y remueve y
renueva. ¡Qué bella es la
Biblia para extraer de ella palabras con las que hablar,
sentimientos con los que consentir, silencios con los que estar y fuerza para
‘crear’, incluso nuestra propia identidad como ‘escuchadores’ de Dios y como
‘hijos suyos’! El acontecimiento de estar con Dios es la esencia misma de la
oración, desde la vertiente del orante. Y es el ámbito de nuestra mayor
presencia y de la mejor calidad.
Afronta
tu inquietud.
A
pesar del abismo interior que te llama a realizarte en él y al margen de sus
esfuerzos mentales incapaces, notarás que algo se alborota dentro de ti; que el
griterío de la misma mente está ahí como quien asustado ante algo ‘trágico’
grita asustado, levanta los brazos, se lleva las manos a la cara y grita y
grita…y pide socorro. Y con sus aspavientos, flujos y reflujos permanentes, con sus gritos
desaforados condiciona tu afectividad, tus nervios y tus músculos. Es tu
inquietud. Partimos de ella como de una realidad vulgar y cotidiana. No te
inquietes.
Se
experimenta como una tensión nerviosa desagradable junto a una molesta
sensación de aprensión, frecuentemente generalizada y difusa. La inquietud es una
actitud defensiva. Aumenta nuestra percepción del dolor. Todos los síntomas
psicosomáticos son resultado de la inquietud. Escucha tu bullicio interno sin
reaccionar. Sólo como quien escucha el ruido de la lluvia tras la ventana. Y tú
estás ‘más adentro’ sintiendo silenciosamente, sin apego, todo lo que ocurre.
Asume
tus heridas.
Empieza
a desarrollar tu volumen y solidez internos, lugar de serenidad donde todo
‘cabe’ porque lo asumes con su valor de curativo. O no es cierta, si se
entiende la afirmación de que ‘del fondo
de nuestra patología nace nuestra curación’. Todos, en el fondo somos
pequeños ‘Jobs’ frustrados ante nuestras impotencias pero realizados en el
bello interrogatorio de Dios que, al poner al descubierto nuestra ignorancia,
nos facilita su sabiduría. Y las heridas se curan no sólo cuando desparecen,
sino cuando el alma las asume con la nueva comprensión que nace de Dios. Lo
verás convertirse en una fuente de crecimiento y elaborará en ti una manera
nueva de estar entre los hombres.
"Si
alguien te insulta agradéceselo, porque te da la oportunidad de haber
descubierto una herida que llevas dentro. Tal vez esa persona no es la causa de
lo que te pasa, algo que el tiempo ha ido acumulando y ahondando. Esa persona
que te ha herido solamente ha puesto en marcha un proceso oculto.
Cierra la puerta, siéntate en silencio, sin ira
hacia esa persona, con total conciencia del sentimiento que surge en ti.
Empezarás no sólo a recordarlo sino a revivirlo de nuevo. Siente la herida,
siente el dolor, no lo evites. Experiméntalo con toda intensidad. Es posible que te pongas a
llorar... Dite: 'esta vez no voy a rechazar el dolor; voy a beberlo, voy a
recibirlo como un huésped. Sumérgete en esa energía que desarrollas con tu
dolor. En cuanto aceptas el dolor, deja de ser dolor y se convierte en una
cualidad nueva para tu vida, aunque tardes días en digerirlo. Asume tu propio dolor; bebe tu propio cáliz... El dolor
puede convertirse en éxtasis[3].
No
te angusties; no te desanimes.
La
aparente ineficacia de la oración; la aparente falta de resultados pueden
provocar tu angustia y desánimo. Tú quieres ver algo; quieres sentir algo. Pero,
no ves ni sientes nada[4]. Ábrete a Dios, dentro de
tu despertar interior. No te despiertas a la nada sino a una presencia que,
aunque difusa, no es un fantasma sino el ‘Espíritu de tu Padre’ de arriba y de
todas partes. En esa presencia es fácil despojarse de todo, incluso de la
angustia que genera el ‘aferrarlo todo’. Ten en cuenta que ‘... aprendemos
a base de soltarnos y dejarnos ir, no a base de añadirnos cosa alguna’[5].
La sociedad consumista -incluso de experiencias- no entiende semejante pobreza y
despojo. Pero, entenderlo y asumirlo es condición necesaria para ‘caminar’. Y
no desanimes que, hasta en tu ausencia, Dios está presente. Sólo que tienes que
‘abrir los ojos’…Y descansar…
Nicolás
de Ma. Caballero, cmf.
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