sábado, 15 de junio de 2013

Aproximación a la interioridad (I)

Andaba yo como el Eunuco de Candaces, reina de Etiopía, que lo cuenta la Biblia, dando vueltas, haciéndole preguntas a un texto leído recientemente: ‘Entra dentro de ti, donde Dios te espera’. No entendía  ese ‘dentro’ que sólo por referencia a ‘fuera’ podía atisbar. Y nadie me lo explicaba. ¡Eso sí! Una anécdota hoy recurrente, con el mismo mensaje, aunque suavizado por el tiempo y a punto de ser insignificante, me despertó. ‘En un principio todos éramos dioses. Pero dentro de una jerarquía había dioses mayores y dioses menores. Y los hombres, dioses menores, pecamos y el Dios grande consultó con los dioses intermedios para aconsejarse sobre dónde tenía que esconder el gran poder que los hombres tenían y del que, por su pecado, les iba desposeer. Le dijeron que lo escondiera arriba, arriba, bien arriba… Y Dios grande dijo que no, ya que los hombres con el tiempo subirían y lo encontrarían. Le dijeron que abajo, bien abajo. Y tampoco lo creyó oportuno porque los hombres bajarían y lo encontrarían. Ante el silencio de los dioses consejeros, Dios grande dijo: ‘Ya sé dónde lo voy a esconder. Lo esconderé dentro de cada uno, porque ahí no se les va a ocurrir ni mirar’.

Y un día volvió a surgir como una enfermedad mal curada. Un día en que algo desorientado en el plano de un gran edificio oficial, llamé a la puerta de una oficina alguien, desde dentro, dijo: - ¡Entre!

De repente y sin saber por qué, sentí que todo me daba vueltas. No entré; me había equivocado de puerta y, como avergonzado, me retiré calladamente mientras oída más lejos y algo destemplada ya, la misma ‘invitación: ¡Entre! ¡La puerta está abierta…!’ Las últimas palabras sólo las adiviné… Como quien entiende todo al revés o desde un sorprendente descondicionamiento, ‘entre’ era una invitación más honda, más seria, menos ligada a puertas oficiales o a sencillos departamentos donde la gente vive. Sentí que era una invitación-venida de la nada, en apariencia- a habitar mi propia casa donde en aquel momento ‘no vivía nadie’.

¿Era una gracia? ¿Era una autosugestión? De todos los modos me acordé de aquella afirmación del Zen: para quien está preparado el caer de un simple hoja, podía ser la ocasión para un ‘satori’ (‘éxtasis’).

¿Cómo entrar en la propia casa desocupada? Desde que todo lo reducimos a pesas y medidas; a cantidades y a ‘imagen’ de sí, el hombre ha roto amarras de su propio centro. ¿No será al revés? ¿Cómo puede una persona regenerarse? La persona no puede realizarse de verdad sin sensibilizarse a Dios. Y la sensibilidad hacia Dios tiene que ver primeramente con sensibilizarse a ‘uno mismo’. ‘Uno mismo’ no refiere una abstracción; se refiere a la propia interioridad y profundidad. Lo que nos determina a buscar la regeneración es la necesidad de ‘regresar’ a ‘casa’: a ese ‘centro que hemos perdido y que hemos sustituido insuficientemente, por la vida en superficie y de superficie hasta hacernos irrelevantes y vanos. Es la constatación de esa tragedia colectiva de la ‘ausencia’, y el reconocimiento de que en la medida en que [el hombre] se pierde a sí mismo, pierde también a Dios[1].

Regenerarse implica la humilde confesión de ‘estar ausentes’, sentir la ‘nostalgia’ del regreso hacia un ‘lugar sin lugar’, que es uno mismo. La responsabilidad de encontrar a Dios exige la otra responsabilidad, hasta cierto punto previa, de tener que encontrarse a sí mismo para poder encontrar a Dios

El hecho de que en ciertos hombres Dios esté callado, no prueba que Dios no exista, sino solamente que el hombre  se ha perdido a sí mismo y, en primer lugar, lo que hay en él de más profundo, de más íntimo, de más valioso. En la Presencia ignorada de Dios, Víctor E. Frankl habla de un inconsciente espiritual, una piedra en el zapato del hombre que, creyendo estar despierto, experimenta una carencia cuyo origen no verbaliza y que no puede explicarse. Al inconsciente espiritual le falta un ‘detalle’: la transcendencia…

Es necesaria una reforma del hombre para que vuelva a su tratar consigo mismo y pueda sentir de nuevo el toque, la llamada de Dios que cuando llama, quiere encontrarnos ‘en casa’. Regresar a casa supone una ‘transforma-ción’, o la recuperación de la conciencia, más allá de las formas. Éstas son únicamente circunstancias, que no definen nuestra identidad. El hombre no es una ‘circunstancia’ ni un satélite que orbita alrededor de lo que le ocurre. Él es la máxima ‘ocurrencia’; él es un acontecimiento ‘central’.

Su interioridad le define y lo realiza, dándole, paradójicamente, la conciencia de que no está completo sin  una referencia que le sale de la entraña misma: ‘Ser una relación de amor’. Ahí fracasa el psicólogo y sólo el místico puede realizar toda la verdad de una persona y la más perfecta interioridad.

En parte, asusta la idea de ‘interioridad’. También en parte, la identificamos con el modelo oscurantista de quien ‘se aleja’, ‘se encierra’, ‘se aísla’ en un ‘adentro indefinido’ o en un refugio contra el miedo. La interioridad quita el miedo, no permite la construcción de una personalidad neurótica, nos pone a la intemperie siendo lo que somos ‘de verdad’: es la verdad de uno mismo. La interioridad siempre es una manera de referirnos al ‘silencio que somos’; no a una forma de ausencia. Pero, el silencio, aun sólo como referencia, es otra cuestión, u otra cara de la cuestión. Pero, para podernos encontrar, antes hemos de pasar por la angustia de ‘sabernos perdidos’.

“En las tradiciones religiosas, la renovación es a menudo precedida de una percepción de que el hombre a ido demasiado lejos en ‘lo mundano’, en lo externo de la vida, y ha perdido el acceso a las fuerzas superiores dentro de sí. El ‘misticismo’ en sus formas conocidas aparece frecuentemente como una reacción contra ese excesivo volcarse hacia afuera de la mente y del corazón humanos.”[2].

La alienación que caracteriza a los hombres y mujeres de hoy es una situación de decadencia que la naturaleza misma no puede soportar de formar indefinida.

Después de tanta barbarie y alejamiento de Dios, una cierta lógica, pide la reacción de vuelta a los orígenes. Desde el punto de vista evangélico significará el regreso del hijo pródigo y, desde el metafórico, es la vuelta a nuestras raíces: "El valor del árbol en invierno no radica en sus hojas o en sus flores, sino en su función de laboratorio silencioso; en su retirada dentro de sí. Nuestra silenciosa evolución actual es también una retirada o interiorización en la que abandonamos nuestras inquietudes externas para dirigirlas a las de nuestras raíces".


Es, de alguna manera, regresar a nuestra invisibilidad, esa bella expresión y realidad de la que san Pedro habla: ‘… el hombre escondido del corazón’. Hoy no resulta fácil en nuestra cultura de la exterioridad y en la ligereza con que tratamos hasta la palabra profundidad.

"Vivimos en una edad preocupada por las cuestiones sociales, y que lanza un desafío para que los católicos justifiquen su fe a partir de los éxitos que obtengan al tratar de solucionar, concretamente, estos problemas [los problemas sociales]. [... pero] la necesidad más urgente es que los hombres sean conscientes de Dios"[3].

Al terminar esta sencilla referencia de mi pensamiento, siempre fragmentario, todavía me resuena la voz que desde ‘dentro’ me decía: ‘Entre’… Y me da vergüenza el haberme avergonzado…




[1] JASPERS, citado por J. LOTZ, Psicología del ateísmo, Madrid, 1967, p. 46.
[2] J. Needleman, El cristianismo olvidado, Edit. Estaciones, Argentina 1992, 245.
[3] ANSELM MOYNIHAM, Siempre presencia de Dios, p. 17s.

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