Andaba yo como el Eunuco
de Candaces, reina de Etiopía, que lo cuenta la Biblia , dando vueltas, haciéndole
preguntas a un texto leído recientemente: ‘Entra
dentro de ti, donde Dios te espera’. No entendía ese ‘dentro’ que sólo por referencia a
‘fuera’ podía atisbar. Y nadie me lo explicaba. ¡Eso sí! Una anécdota hoy
recurrente, con el mismo mensaje, aunque suavizado por el tiempo y a punto de
ser insignificante, me despertó. ‘En un
principio todos éramos dioses. Pero dentro de una jerarquía había dioses
mayores y dioses menores. Y los hombres, dioses menores, pecamos y el Dios
grande consultó con los dioses intermedios para aconsejarse sobre dónde tenía
que esconder el gran poder que los hombres tenían y del que, por su pecado, les
iba desposeer. Le dijeron que lo escondiera arriba, arriba, bien arriba… Y Dios
grande dijo que no, ya que los hombres con el tiempo subirían y lo encontrarían.
Le dijeron que abajo, bien abajo. Y tampoco lo creyó oportuno porque los
hombres bajarían y lo encontrarían. Ante el silencio de los dioses consejeros,
Dios grande dijo: ‘Ya sé dónde lo voy a esconder. Lo esconderé dentro de cada
uno, porque ahí no se les va a ocurrir ni mirar’.
Y un día volvió a
surgir como una enfermedad mal curada. Un día en que algo desorientado en el
plano de un gran edificio oficial, llamé a la puerta de una oficina alguien,
desde dentro, dijo: - ¡Entre!
De repente y sin
saber por qué, sentí que todo me daba vueltas. No entré; me había equivocado de
puerta y, como avergonzado, me retiré calladamente mientras oída más lejos y
algo destemplada ya, la misma ‘invitación: ¡Entre! ¡La puerta está abierta…!’
Las últimas palabras sólo las adiviné… Como quien entiende todo al revés o
desde un sorprendente descondicionamiento, ‘entre’ era una invitación más
honda, más seria, menos ligada a puertas oficiales o a sencillos departamentos
donde la gente vive. Sentí que era una invitación-venida de la nada, en
apariencia- a habitar mi propia casa donde en aquel momento ‘no vivía nadie’.
¿Era una gracia?
¿Era una autosugestión? De todos los modos me acordé de aquella afirmación del
Zen: para quien está preparado el caer de un simple hoja, podía ser
la ocasión para un ‘satori’
(‘éxtasis’).
¿Cómo entrar en la
propia casa desocupada? Desde que todo lo reducimos a pesas y medidas; a
cantidades y a ‘imagen’ de sí, el hombre ha roto amarras de su propio centro.
¿No será al revés? ¿Cómo puede una persona regenerarse? La persona no puede
realizarse de verdad sin sensibilizarse a Dios. Y la sensibilidad hacia Dios tiene
que ver primeramente con sensibilizarse a ‘uno
mismo’. ‘Uno mismo’ no refiere una abstracción; se refiere a la propia
interioridad y profundidad. Lo que nos determina a buscar la regeneración es la
necesidad de ‘regresar’ a ‘casa’: a ese ‘centro que hemos perdido y que hemos
sustituido insuficientemente, por la vida en superficie y de superficie hasta
hacernos irrelevantes y vanos. Es la constatación de esa tragedia colectiva de
la ‘ausencia’, y el reconocimiento de que en
la medida en que [el hombre] se pierde a sí mismo, pierde también a Dios[1].
Regenerarse implica la
humilde confesión de ‘estar ausentes’, sentir la ‘nostalgia’ del regreso hacia
un ‘lugar sin lugar’, que es uno
mismo. La responsabilidad de encontrar a Dios exige la otra responsabilidad,
hasta cierto punto previa, de tener que encontrarse
a sí mismo para poder encontrar a Dios
El hecho de que en
ciertos hombres Dios esté callado, no
prueba que Dios no exista, sino solamente que el hombre se ha perdido a sí mismo y, en primer lugar,
lo que hay en él de más profundo, de más íntimo, de más valioso. En la Presencia ignorada de Dios, Víctor E. Frankl
habla de un inconsciente espiritual, una piedra en el zapato del hombre que,
creyendo estar despierto, experimenta una carencia cuyo origen no verbaliza y
que no puede explicarse. Al inconsciente espiritual le falta un ‘detalle’: la
transcendencia…
Es necesaria una
reforma del hombre para que vuelva a su tratar consigo mismo y pueda sentir de
nuevo el toque, la llamada de Dios que cuando llama, quiere encontrarnos ‘en
casa’. Regresar a casa supone una ‘trans‑forma-ción’, o la recuperación de la
conciencia, más allá de las formas. Éstas son únicamente circunstancias, que no definen nuestra identidad. El hombre no es
una ‘circunstancia’ ni un satélite que orbita alrededor de lo que le ocurre. Él
es la máxima ‘ocurrencia’; él es un acontecimiento ‘central’.
Su interioridad le
define y lo realiza, dándole, paradójicamente, la conciencia de que no está completo
sin una referencia que le sale de la
entraña misma: ‘Ser una relación de amor’. Ahí fracasa el psicólogo y sólo el
místico puede realizar toda la verdad de una persona y la más perfecta
interioridad.
En
parte, asusta la idea de ‘interioridad’. También en parte, la identificamos con
el modelo oscurantista de quien ‘se aleja’, ‘se encierra’, ‘se aísla’ en un
‘adentro indefinido’ o en un refugio contra el miedo. La interioridad quita el
miedo, no permite la construcción de una personalidad neurótica, nos pone a la
intemperie siendo lo que somos ‘de verdad’: es la verdad de uno mismo. La
interioridad siempre es una manera de referirnos al ‘silencio que somos’; no a
una forma de ausencia. Pero, el silencio, aun sólo como referencia, es otra
cuestión, u otra cara de la cuestión. Pero, para podernos encontrar, antes
hemos de pasar por la angustia de ‘sabernos perdidos’.
“En las
tradiciones religiosas, la renovación es a menudo precedida de una percepción
de que el hombre a ido demasiado lejos en ‘lo mundano’, en lo externo de la
vida, y ha perdido el acceso a las fuerzas superiores dentro de sí. El ‘misticismo’ en sus formas conocidas
aparece frecuentemente como una reacción contra ese excesivo volcarse hacia
afuera de la mente y del corazón humanos.”[2].
La alienación
que caracteriza a los hombres y mujeres de hoy es una situación de decadencia
que la naturaleza misma no puede soportar de formar indefinida.
Después
de tanta barbarie y alejamiento de Dios, una cierta lógica, pide la reacción de
vuelta a los orígenes. Desde el punto de vista evangélico significará el
regreso del hijo pródigo y, desde el metafórico, es la vuelta a nuestras
raíces: "El valor del árbol en
invierno no radica en sus hojas o en sus flores, sino en su función de
laboratorio silencioso; en su retirada dentro de sí. Nuestra silenciosa
evolución actual es también una retirada o interiorización en la que
abandonamos nuestras inquietudes externas para dirigirlas a las de nuestras
raíces".
Es, de alguna
manera, regresar a nuestra invisibilidad, esa bella expresión y realidad de la
que san Pedro habla: ‘… el hombre
escondido del corazón’. Hoy no resulta fácil en nuestra cultura de la
exterioridad y en la ligereza con que tratamos hasta la palabra profundidad.
"Vivimos
en una edad preocupada por las cuestiones sociales, y que lanza un desafío para
que los católicos justifiquen su fe a partir de los éxitos que obtengan al
tratar de solucionar, concretamente, estos problemas [los problemas sociales]. [...
pero] la necesidad más urgente es que los hombres sean conscientes de
Dios"[3].
Al
terminar esta sencilla referencia de mi pensamiento, siempre fragmentario, todavía
me resuena la voz que desde ‘dentro’ me decía: ‘Entre’… Y me da vergüenza el
haberme avergonzado…
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