Muchos dicen que ‘no tienen
tiempo para orar’. ¡Ya no tienen tiempo de orar!
Y me pregunto: entonces, ¿en qué pierden el tiempo? Porque cuando no
se tiene tiempo para orar, se está perdiendo el tiempo. Y es como decir que no
se tiene tiempo para ser persona. Y, entonces, vuelvo a preguntar: cuando no se
tiene tiempo para ser persona, ¿qué se puede ser?
Tal vez se pasa el tiempo, en el mejor de los casos, en hacer ‘cosas
buenas’ por un Dios, al que no conocen y con el que no hablan, aunque hablen
mucho de Él.
Bien pensado, es una comprobación desconcertante. Habiéndole sido dado
al hombre, a la mujer, este tiempo para orar, antes que nada para esto,
encuentran tiempo para todo, excepto para la única cosa que les afecta
e importa de verdad a su vida.
Muchos dicen, como excusa: ‘no somos contemplativos’. Pero lejos de
ser una excusa, es una verdadera desgracia. Hay que cambiar de mentalidad,
porque si bien no estamos llamados a pasarnos el día rezando ni a ir a un
convento monacal, sí estamos llamados a la contemplación, como un elemental
compromiso nacido de nuestro bautismo.
El hombre ‘se instala en el tiempo para hacer de él una ridícula
eternidad, sin mostrar ningún interés por el más allá definitivo. Diríase que
su gran preocupación es distraerse de Dios y de todo pensamiento sobrenatural[1].
Hablad a los hombres de virtudes exteriores, intrepidez, dedicación;
son cosas que se comprenden. Pero proponedles entrar dentro de sí mismos, que
mediten, que oren y los veréis desconcertados.
Se ve incluso religiosos que, bien dispuestos, por otra parte,
escatiman lo más posible los ejercicios de piedad y disputan a la oración que
les parece mejor empleado en otra cosa.
Las dos o tres medias horas reglamentarias son para ellos la más
pesada carga; no saben qué hacer con ellas y, para pasar el tiempo, se entregan
a una lectura cualquiera, a no ser que se duerman o piensen en otras cosas. Es muy
de lamentar. ¿Qué alegría puede encontrar ya en el convento y cómo puede su
vida consagrarse a un Dios con quien no saben hablar?[2]
Este es un cuadro preconciliar, clásico. Hoy se ha agravado. ¡Qué le
vamos a hacer! Somos ciegos y constantemente estamos tentados a limitar la
realidad a lo visible e inmediato. El Reino de Dios es invisible, y la sabia
que lo llena que es el Amor y el ejercicio del amor, por sí mismo, la oración,
es considerada ajena a los quehaceres. Los grandes planteamientos cristianos,
no parecen ser, planteamientos de fe viva, sino de estrategias y preceptos
humanos. El ‘creyente’ busca en gran medida distraerse ‘santamente’. Y lo
consigue. Y hasta se siente tranquilo…, frecuentemente.
Ignoran, además, si son cristianos católicos, el pensamiento de la
Iglesia. El Código de Derecho Canónico, que dice, aunque desafortunadamente
reducido y referido a los religiosos:
“La contemplación
de las cosas divinas y la unión asidua con Dios en la oración debe ser el
primer y principal deber de todos los religiosos”[3].
Y hablando del frecuente gran equívoco [4]
del apostolado, dice:
“El apostolado de
todos los religiosos consiste principalmente en el testimonio de su vida
consagrada, que ha de fomentar la oración y la penitencia”[5].
Por otra parte tiene toda la razón quien dice, no solamente subrayando
una esencial consigna, sino detectando un fallo de base religiosa seria (Lc 6,
46-49):
Y, por desgracia, se encuentran también sacerdotes que casi nunca
hacen oración. Se ve, en seguida, que su morada no está en los cielos… Faltan
gravemente a su razón de ser personal, a su función ministerial de orar, de
interceder por los hombres. Es una desdicha y una lamentable perversión del
espíritu. Y no se ve gran perspectiva de cambio, por ahora. Pero es bueno
recordarles:
“Conozco tus
obras, tus fatigas y tu constancia. Sé que no puedes soportar a los malos;… que
eres constante y has sufrido por mi nombre sin desfallecer. Pero tengo algo
contra ti: has perdido el amor primero” (Ap 2, 2-4).
En una ocasión un maestro de escuela preguntaba a sus alumnos de unos
doce años:
- ¿Qué es un rabino y qué se puede hacer con él?
- Es una clase de fruta tropical con la que se puede hacer dulce –
respondió uno.
Ante la desaprobación del maestro, todos callaron y se miraban
confusos. Sólo un alumno desde el fondo de la clase, y al cabo de unos
segundos, respondió:
- Creo que es una especie de cura judío, y no se puede hacer nada con
él.
Es doloroso, pero frecuentemente cierto entre gente de iglesia.
Naturalmente que esa incapacidad se explica por la ausencia de diálogo
sincero, hondo, sostenido y continuado con Dios.
“Este [el sacerdote] no es solamente el hombre
de acción que se dedica al bien de aquéllos que le están confiados; es, ante
todo, el hombre de oración (…) hombre de Dios: ser hombre de Dios significa ser
hombre de oración”[8]
La oración antes de ser ‘plegaria consciente’ es naturaleza profunda
que busca a Dios; y tiene que actualizarse.
NICOLAS DE MARIA CABALLERO, CMF
[1] “…afirmáis
la fuerza preeminente de la vida interior, oponiéndoos a aquella secular
inclinación por la que se mueven los mortales de salir como de su centro y
derramarse al exterior”. PABLO VI, Al
Congreso de Abades y Priores, 1 – X –
1973, Cf N SILANES La oración,
Secretariado trinitario, Salamanca, 1974, 79.
[2] M.
LEKEUX, El arte de orar, Herder,
Barcelona 1959, 21.
[3] “Rerum divinarum contemplatio
et assidua cum Deo in oratione unio omnium religiosorum primum et praccipuum
sin officium” (CIC 663, 1)
[4]
Se suele ‘perversamente’ entender apostolado como acción, actividad. La Iglesia
lo centra. De alguna forma lo define como irradiación de mi relación amorosa y
de mi corazón contrito y humillado, que predica esencialmente amor a Dios, amor
al prójimo desde Dios, y arrepentimiento de los pecados.
[5] “Omnium religiosorum
apostolatus primum in corum vitae consecratae consistit, quod oratione et
poenitentia fovere tenentur (CIC 673).
[6]
En realidad es cuando se afronta la vida bautismal, esencia misma del vivir
cristiano. El referir preferentemente la vida de oración a la vida religiosa consagrada,
es, a mi entender, una degradación y una reducción inadmisible. La primera
referencia del Hijo es el Padre y la intimidad franca con Él.
[7] J.
LECLERCQ. Hacia un cristianismo auténtico,
Dinos. San Sebastián 1959, 176.
[8] JUAN
PABLO II. El sacerdote, hombre de
oración. Ecclesia, 2496 (31 de marzo de 1990) 23 (475).
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