“Todos debemos
aprender a orar. Es el deber más
importante de nuestra vida. (…) La oración no puede ser sustituida por nada”[1].
Y es la primera razón cristiana de nuestra fe. La falta de oración es
siempre falta de fe.
“Creer y orar se
funden en un mismo acto,…”[2].
La persona, desde la fe, tiene una respuesta esencial y fascinante, a
la pregunta de ¿quién soy yo? Puede decir:
La razón de ser de nuestra vida
personal es la de realizar nuestra naturaleza profunda. Somos amor, que busca amor,
porque estamos hechos para el amor, para el Amor de Dios.
A partir de esa conciencia básica, tiene que desarrollar su realidad
orante, como necesidad de recuperarse y de realizarse.
La semilla quiere convertirse en fruto; la naturaleza profunda de cada
persona tiende necesariamente a convertirse en oración, en diálogo con Dios, en
afán por buscar y encontrar su rostro. Si no lo consigue la persona queda sin
realizarse; fracasa en ser persona.
La semilla queda explicada sólo cuando se convierte en manzana. La persona
queda explicada cuando ora, y, tanto más, cuanto más crece y progresa en
oración.
La oración va realizando la naturaleza profunda que define a cada
persona. El hombre sin oración es un indefinido, construido desde fuera, y por
acumulación, pero no por crecimiento orgánico, como un árbol que surge desde la
semilla y desde sus raíces.
Reconocer la realidad que ‘somos’
y actualizar, desde
la fe,
esa relación profunda que nos construye y define,
es la oración, por parte del orante.
Orar es el ejercicio más sublime
de ser persona. Y desde la irrupción en nuestra historia del Hijo de Dios, orar
es el ejercicio esencial de ser cristiano.
Orar es, desde esta perspectiva, el ejercicio más sublime de nuestra fe
y la razón vértice de la Iglesia. Y desde la persona, es el ejercicio más
definitivo de personalización.
Vivir al margen de esa realidad,
que nos hace ser persona, es la más básica forma de perversión humana y de
corrupción espiritual.
Y en la base de nuestra perversión siempre están la ignorancia y el
pecado. De una manera sencilla, pero clara, Juan de la Cruz atribuye el fracaso
de la oración a estas dos causas: ignorancia (no saber), y pecado (no querer)[3]
Hay que aceptar que nuestra naturaleza profunda tiene dificultades
para salir a la superficie de la conciencia; es como un barco hundido que
resulta dificultoso reflotarlo, ponerlo de nuevo en la superficie.
Aun suponiendo alguna fe, la persona tiene dificultades para orar con
profundidad porque tiene dificultades para descubrir y vivir su naturaleza
profunda y traducirla en una conciencia pobre y amorosa:
·
por falta de fe profunda
·
por las barreras y mecanismos de defensa, que
impiden su actualización. y son:
o
el pecado
o
las tensiones
o
el activismo
[1] R.
GRAEF, Señor, enséñanos a orar. Atenas,
Madrid 1961, 74s.
[2] PABLO
VI, Audiencia general 22-VIII-1973, Cf N SILANES La oración, Secretariado trinitario, Salamanca, 1974, 61.
[3]
SAN JUAN DE LA CRUZ. Subida al monte Carmelo.
Prólogo 3.
[4] SAN
JUAN DE LA CRUZ. Subida al monte Carmelo.
Prólogo 3.
[5] SAN
JUAN DE LA CRUZ. Subida al monte Carmelo.
Prólogo 3.
[6] “…
afirmáis la fuerza preeminente de la vida interior, oponiéndoos a aquella
secular inclinación por la que se mueven los mortales de salir como de su
centro y derramarse al exterior”. PABLO VI, Al
Congreso de Abades y Priores, I-X-1973, Cf N SILANES La oración, Secretariado trinitario, Salamanca, 1974, 79.
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