‘El poder espiritual de todo santo y
sabio es sentido por sus contemporáneos de modo sumamente vívido y directo. Con
el paso del tiempo lo que era una revelación se convierte tan solo en un dogma
muerto. Y cuando la gente canoniza al santo y le construye templos, lo encierran
en sus estrechas paredes, en las cuales su espíritu es sofocado y deja de ser
una fuerza vivificante e inspiradora. Los seguidores de sucesivas generaciones
disputan acerca de todas y cada una de las palabras atribuidas al maestro.
Compiten por «la autenticidad de los textos». Hacen de todo menos la única cosa
importante enseñada por aquel gran ser, a saber: 'Volverse semejantes a Él’ (Mouni Sadhu).
Creo que ni siquiera representa un
ideal el tratar de volverse semejantes a
él. Sólo es una idea, una formulación, una de tantos enunciados solemnes, tal
vez, pero que, cuando aplicamos a ellas nuestro oído y las golpeamos con los
nudillos para medir su densidad, suenan a ‘hueco’. Y es que, en el fondo, muchas
personas de hoy no tienen fe en los valores espirituales. Para ellas la mente
humana lo es todo absolutamente. Y la mente es una perfecta taxidermista.
Formas de esta momificación es que algunas [personas] se declaran
escépticas, agnósticas, otras, y algunas
se vanaglorian de materialistas puras. La verdad es velada por nuestra propia
ignorancia [la idolatría de las palabras]. Frecuentemente no llevamos lo
suficientemente lejos nuestra búsqueda de la verdad. Habiendo ejercitado
nuestro intelecto hasta un cierto límite, creemos que no hay esperanza de
posteriores descubrimientos o investigaciones. Esta actitud… es, desde el
punto de vista oriental, estéril e incapaz de conducimos a lugar alguno más
allá de especulaciones y conjeturas sobre la verdad (M. Hafiz Syed).
Podemos reparar ese vacío ineficaz por
una recomendación de poderosa eficacia: ‘Tú,
en cambio [aquí pongo la fuerza]
cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a
tu Padre, que está allí, en lo secreto (Mt 6,6). En esta muerte de la ostentación
ocurre una gran ‘des‑habilitación’ del cuerpo, de la mente que facilitan el
descanso del alma. Ahí la meditación ocurre. En la penumbra de la propia
habitación, con la puerta cerrada, en una calculada ausencia del corazón de lo
que distrae y puesto en la paz de lo secreto, meditar, y más aún, orar, es reducir
la persona a lo esencial.
Me encanta el título ‘La impalpable
levedad del ser’ de Milán Kundera. Lo duro tiene que hacerse leve; el molde
tiene que quebrarse como el vaso de alabastro. Y eso no puede ocurrir mientras
uno trate de jugar un papel. ‘Jugar un papel’ siempre requiere espectadores o
un espejo que nunca atraviesa el esclerotizado ni el narcisista. Sólo Alicia[1]
y los santos... Por eso creo que un buen comienzo es: ‘Cerrar la puerta;
ocultarse a presencias impertinentes y dejar que de la ‘oscuridad’ emerja la
presencia que restaura, en la que cada
uno puede construirse y, sencillamente ‘ser’..., y fluir dentro del silencio.
Aun sin ser, infelizmente, una experiencia
personal, pienso con quien lo experimentó que ‘un poco de locura puede ser el comienzo de la cordura’.
Ahora mismo pienso en la inteligente
formulación de un buscador que ‘miró’ a su maestro, al que yo solamente puedo
admirar a través de escritos, reinventó el ámbito evangélico, a su modo, un día
y en una circunstancia que cuenta: ‘Hay tanto silencio en mi habitación.
El vigilante se ha retirado tras cumplir con su tarea: traerme agua para beber.
También la muchacha sirviente ha desaparecido, usando las pocas horas libres de
antes de la comida para su propio solaz… Eché el cerrojo de mi puerta y,
sentado en una postura apropiada para la meditación, me sumergí con todos mis
pensamientos, preocupaciones y sentimientos en el silencio, el dominio del
verdadero Ser. Qué impresión tan extraña: la desaparición gradual del mundo
exterior basta para traer la felicidad. Incluso si esta etapa preliminar no
fuera seguida por grados superiores, constituiría en sí misma una especie de
Paraíso. Pero es sólo el patio exterior’ (Mouni
Sadhu[2]).
La mente no está de acuerdo con esto;
está inquieta. ¡Tantas cosas que hacer! ¡Esto es perder el tiempo! ¡El mundo es
una urgencia permanente y esto es, en el mejor de los casos, un lujo para gente
desocupada a la que le sobran horas! Ignoran que el ‘tiempo’ se fabrica aquí,
en este aparente ‘no tiempo’ o en esta aparente y engañosa ‘pérdida de tiempo’.
En este punto menciono a un autor, con el que simpatizo: Emmanuel Mounier. Lo
traduzco con alguna libertad: ‘Retirarse
es parte de nuestra conversión íntima’.
He leído cosas ‘divertidas’ que dicen
algunos filósofos-hacedores de palabras-, para reflejar nuestra ausencia
fundamental, ya ‘clásica’, por su dimensión en años… ‘El hombre-dice Mounier- puede vivir como si fuera una cosa. Pero como él no es una cosa, y,
por otra parte, la vida interior le parece una claudicación a la que no puede ceder,
para evitar la sensación de fracaso,
habla [los filósofos de turno lo hacen] de ‘distracción’, ‘estadio estético’,
‘vida auténtica’, ‘alienación’ como de títulos para rotular la vida y su
propósito fundamental… ¿Y, qué?-digo yo. ‘Una sociedad de sonámbulos
satisfechos’ fue, en su momento, uno de mis libros. Hoy, volvería a escribirlo;
modestamente, tal vez a reescribirlo.
La vida personal-dice Emmanuel-
comienza con la capacidad de romper el contacto con el medio, con la capacidad
de corregirse, de recuperarse con vistas a recogerse en un centro y unificarse.
Aparentemente es un repliegue-en el que algunos, equivocadamente o mal aconsejados,
se pueden quedar-pero, cuando está bien
conducido es un repliegue para ‘saltar’. Sobre esta experiencia vital del
repliegue se ‘fundan los valores del silencio y del retiro’.
Este ejercicio de ‘repliegue y de meditación
es la respuesta de la persona a su ‘infinito interior’. Es una contra-hipnosis,
frente al hipnotismo que el mundo nos produce’ (Roy
Masters). Meditar nos vuelve a casa. Vivimos de la ficción; se nos
escapa la realidad. Y la hipnosis reina.
Me parece oportuno para finalizar una
como anécdota de las que refieren los calendarios de hoja diaria. Al levantar
una de ellas leo: ‘Un tren cruzaba a gran velocidad un
valle rodeado de suaves colinas. Era el momento de la puesta del sol; el
espectáculo impresionante. Las nubes se teñían de variados colores. Las masas
de pinos se recortaban contra el cielo; las colinas adquirían matices
violáceos; bandadas de pájaros cruzaban el cielo. Dentro del tren proyectaban
una película. Todos los pasajeros la contemplaban hechizados. Sólo uno, vuelto
hacia el cristal de la ventana, permanecía absorto viendo el paisaje…’.
Sé que es una mala descripción, aunque
una buena lección para quien aún tenga capacidad de aprender algo ‘de verdad’
sobre su verdad; a no ser que prefiera ver los paisajes de la pantalla y olvide
mirar por la ventanilla…
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