Una insignificancia fue noticia,
aunque sólo para mí. Ocurrió un día en que me invitaron a comer allá en el
trópico africano. Los mosquitos volaban libres, confusos por doquier, marcando
caminos, que se borraban al instante. Las frutas tropicales, variadas y
exóticas para nosotros, estaban servidas en mesas improvisadas en el patio‑terraza
de una elemental casita‑convento, donde los comensales podían tener el alivio
del aire libre. Y al avivarse el encuentro de siete u ocho personas, en ese punto
en que fácilmente se pierde algo de las ‘maneras de libro’, una religiosa me
dijo-ella sabía a qué me dedicaba yo-: ‘Creo que orar es cosa de todo el día,
no es necesario un momento determinado’-. Puedo aclarar que me dedico a eso: a
‘enseñar a orar’, con el permiso de Dios. Y fuera del contexto de los retiros
soy siempre ‘informal’, ‘casual’, como dicen en inglés. Fuera de mi ‘contexto’,
me derramo sólo por los mis ‘textos’, los de la vida cotidiana y, guardando mi
secreto, vagabundeo por caminos y senderos triviales. La monja se quedó quieta
unos momentos como congelada en la simpatía que la caracterizaba; esperaba mi
reacción. Antes de poder decir yo algo, Manuel, un sacerdote negro, a mi lado,
corroboró: ‘Eso, eso…’ Es decir estaba de acuerdo con lo dicho por la monja. Y,
sin saberlo bien, ambos habían tocado una cuerda larga de mi arpa interna,
repitiendo el sonido, el mismo, grave, profundo, largo. Y mi arpa dormida sonó. - ‘Justamente, eso es lo que dicen todos los
que no oran’-respondí, al tiempo que, con indiferencia calculada, me llevaba a
la boca un plátano recién pelado -. Fui yo el sorprendido cuando aquella
religiosa, simpática, impetuosa, sincera, no obstante- y buena hacedora de
churros, con que a veces nos invitaba como para suavizar nuestra nostalgia-,
con la misma llaneza y gozo de vivir con los que pasaba sus días, se corrigió:
‘A la verdad, yo no oro’. No le salieron los colores; los tenía siempre recién
estrenados. El sacerdote africano, a mi lado,-el amistoso Manuel- identificado
con la primera afirmación de la religiosa, no lo repitió.… y seguía comiendo en
silencio, pegado al plato…A los de piel negra no les salen los colores; sólo, a
veces, les brilla un poco más la tez en la mejilla. Es su secreto.
De todos los modos, cada cual ora como
puede, naturalmente; es su manera de relación personal con Dios. Pero, educar
esa posibilidad, que es muy de nuestra responsabilidad también, y netamente humana,
es la urgencia, de alguna manera previa, llamada meditación. Parte de la educación
para orar es educar para ‘meditar’: para ‘entrar en sí’, para ‘ser uno mismo’.
De ese modo podremos fundamentar nuestra sinceridad y nuestra franqueza (parresía, Ef 3,12, nuestro
‘atrevimiento’ de llamar a Dios Padre y de poder ‘gritarle’, si conviene: ‘A ti grito, Señor… ¡Qué maravilloso
espectáculo el de un rostro enamorado mirando atrevidamente el rostro del amado’.
Pablo lo aprueba (2 Corintios 3,18).
Aprender a meditar no es una
habilidad; es más bien aprender a deshabilitar procesos aprendidos,
estructurados, esclerotizados, endurecidos. Meditar es hoy un estereotipo. Su
símbolo, logo o mascota, sería en occidente, tal vez, ‘El Pensador’ de A. Rodin. Parece ser el elogio a la reflexión.
Oriente crea otro estereotipo de
meditación. Si lo tuviera que referir con otro bronce de Rodín, éste sería ‘El Beso’ (1886), aunque purificado y
fundamentado en la Biblia: ‘¡Que me bese
con los besos de su boca! (Ct 1, 2). Leído en el griego de los Setenta ‘filema’ es ¡beso!; y refiere una alta
amistad con Dios. En este caso, meditar no es tanto ‘reflexionar’; es la
realización de una amistad que nace en la mirada silenciosa, que se deja
invadir, con los ojos cerrados...
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